LAS ÚLTIMAS TABERNAS
DE PARTE DEL SEÑOR DAMIÁN
El mostrador de zinc reluce como si fuera de plata. Por el mostrador de zinc resbala el agua que fluye como un manantial, y en el agua sumidas constantemente tiene las manos el tabernero. Sobre la plata del mostrador, los vasos brillan como diamantes. En los frascos–esos frascos rotundo acierto de esbeltez, sencillez, y elegancia, tan decorativos y agradables–el vino tinto y el vino blanco con su colorido fuerte y bello, esmaltan de pedrería esa especie de trono oriental que es en definitiva el mostrador de una taberna. En él, el tabernero rige su imperio, capitán en el puente de su navío, ojo avizor a las tempestades y a los escollos, cara al horizonte, atento a la maniobra, pendiente de los chicos que, en alto las bandejas repletas de vasos colmados, reparten vino a todos los ámbitos taberniles. Son las convidadas.
LAS ÚLTIMAS TABERNAS DE MADRID
Carlos Osorio / Ángel Monje / Luis Agromayor
Toda ciudad es un laberinto. Cuando entramos, debemos ir dejando un hilo de memoria por sus calles para reconocer nuestras propias huellas. En la ciudad vivirá usted sus propias experiencias, aumentarán sus conocimientos, desarrollará su propia obra y nacerán sus más profundos sentimientos, porque el verdadero objetivo no es hallar la salida del laberinto, sino aprender a vivir en él.
Algunas rutas no llevan a parte alguna, otras cansan de tanto recorrerlas, pero conocerá lugares y personas que le llenarán de vida. Un día, cansados de caminar, recalamos en una vieja taberna y hacemos una pausa. Un rayo de luz se filtra por el esmerilado cristal grabado al ácido y convierte en oro líquido la copa que tenemos enfrente. Sobre la redonda mesa de mármol blanco, sobre esa pequeña luna que recibe al sol, se funden el planeta del día y el satélite de la noche y se produce la alquimia.
Madrid es nuestro misterioso laberinto donde un espeso humo nos impide a veces reconocer lo bueno, lo bello y lo útil de nuestra ciudad.
En la vieja taberna, donde el tiempo se ha detenido, aprendemos la lección y nos paramos. Comprendemos que la ruta es una sabia combinación, bien medida, de avances y de pausas. Y es en esas pausas donde hallamos la fuerza para seguir, recuperamos el aliento de la palabra, el calor de lo compartido, el gusto por lo elaborado con esfuerzo y con cariño, porque son esas pausas y son esos lugares los que hacen habitable el laberinto.
En la tasca tradicional nadie te mete prisa. Puedes conocer gente, desarrollar tu ingenio, aprender de los más viejos, oír a la vecindad.Todo en la vida tiene sus momentos, excepto las tabernas que son para toda la vida.
La taberna es la institución popular mas encantadora desde que Mojamed Ibn Abderraman fundó la villa de Mayrit. Las alojerías, donde se vendía el preciado cocimiento de hierbas endulzado y enfriado, pasaron a ser tabernas en la era cristiana, y desde entonces los madrileños hemos sabido encontrar en las tascas un lugar para el encuentro, para la charla amable, para la sonrisa y el tentempié reconstituyente.
Las tascas típicas madrileñas que hoy todavía podemos admirar se crearon entre los años ochenta del siglo XIX y los años veinte del siglo XX. Tenían unas características comunes: las puertas y los cuarterones eran de sólida madera pintada de rojo oscuro, el color del vino tinto. Un rótulo, de madera o de vidrio pintado por el envés, anunciaba el nombre del tabernero y el número de la calle. Los establecimientos se llamaban: Casa Paco, Casa Matías, Casa Carmencita, … Eran tiempos en que los hispánicos aún teníamos un cierto orgullo y no poníamos los letreros en inglés, como se suele hacer ahora. Los locales eran de tamaño reducido. Los interiores se amueblaban con mesas redondas de nogal, bancos corridos y taburetes. Los zócalos eran de buena madera labrada o de azulejo, con una pequeña repisa en su parte superior. El mostrador se coronaba con una pila de estaño donde corría el agua para mantener limpios los vasos y frescas las frascas de vino. Una vez usados, los vasos se lavaban en una cubeta llamada lebrillo. De la hermosa grifería manaban la cerveza, el vermú, el agua carbonatada,… Casi todas las tascas fabricaban su propia agua con gas y muchas aun conservan la típica bombona plateada llamada saturadora de seltz. Otros elementos característicos eran las columnas de forja, los cristales y espejos grabados al ácido, los anaqueles repletos de viejas botellas, el reloj de pared o la espectacular máquina registradora.
En la década segunda del siglo veinte se pusieron de moda los azulejos, y hubo grandes artistas que nos legaron espléndidos murales, como los que aún perviven en Villa Rosa, Viva Madrid, La Zamorana o Rosell. Entre los maestros del azulejo hay que recordar a Alfonso Romero, Enrique Guijo, Mensaque, Caballero, Ginestal, Blanco,…
Muchas glorias literarias se inspiraron en las tabernas, Machado frecuentaba las buenas tascas de Madrid, como Casa Ángel, hoy conocida como “El Comunista”, o “Vinos el Dos”, en la calle de Sagasta.
Ortega y Gasset, que tras impartir sus clases en la Universidad Central solía pasarse por El Cangrejero a tomarse un aperitivo, animaba a Valle-lnclán a seguir disfrutando del callejeo y el taberneo:
“Apure usted todo lo que pueda lo noche madrileña. Es ya la única noche que queda en el mundo».
Uno se imagina al bueno de Miguel Hernández escribiendo apasionadamente en la mesa que hay justo a la izquierda de la entrada en Casa Carmencita, en la calle Libertad. Y es que Carmencita era como el segundo hogar de la Generación del 27, porque allí cenaban, entre otros, Lorca, Alberti y Neruda . En la inveterada tasca de Antonio Sánchez se reunían Pío Baroja, Sorolla, Zuloaga, Julio Camba y Cossío; grupo que también cenaba a veces en Casa Ciriaco. En Ciriaco era el pintor Zuloaga quien dirigía la reunión, a la que también asistían Ortega y Gasset, EI fotógrafo Gyenes, Severo Ochoa y un plantel de políticos y periodistas. Otro poeta, José Bergamín, tenía su segundo hogar en la taberna del Alabardero.
Ya en sus últimos días, el cineasta Luis Buñuel recordaba su buenos ratos en los bares:
“Yo he pasado en los bares horas deliciosas. El bar para mi es un lugar de meditación y recogimiento, sin el cual la vida es inconcebible. Al igual que Simeón el estilita que, desde lo alto de su columna, hablaba con su Dios invisible, yo, en los bares, he pasado largos ratos de ensueño, hablando rara vez con el camarero y casi siempre conmigo mismo, invadido por cortejos de imágenes a cual más sorprendente. Ahora apenas salgo de casa; pero a la hora sagrada del aperitivo, a solas en el cuartito en el que guardo mis botellas, me gusta recordar los bares que amé”.
A solas, como los diestros en la capilla antes de torear, uno se refugia a veces en una taberna para poder escucharse a si mismo lejos del ruido del mundo.
Tradicionalmente, los toreros se promocionaban recorriendo las calles en una calesa tirada por un caballo, y siempre paraban en las tabernas, donde la clientela les jaleaba y les invitaba a un trago (de vino para el torero y de agua para el caballo, aunque a veces ambos bebían lo mismo, o bien, como en la tasca de Antonio Sánchez, el caballo era obsequiado con una torrija).
EL CARÁCTER DEL TABERNERO
El tabernero perfecto debería ejercer casi tantos oficios como Leonardo Da Vinci: tendría que ser buen cocinero, buen enólogo, buen decorador, un gran psicólogo para atender a todo tipo de clientes, un orador que supiera entretener con su conversación, un periodista que estuviese al tanto de lo que se comenta en los mentideros públicos,…y tendría además afición por la música, la pintura, el toreo…
Uno se imagina así a Antonio Sánchez, el genial propietario de la tasca del mismo nombre durante buena parte del siglo XX.
Antonio Sánchez lo que quería era ser torero, y lo intentó repetidas veces. Pero el bueno de Antonio era demasiado valiente y los toros le empitonaron hasta veinte veces. La vigésima cornada le dejó muy malparado y hubo de pasar dos años en cama. Dos años era mucho reposo para un tipo inquieto como nuestro Antonio, y comenzó a pintar. No se le daba nada mal y trabó amistad con Ignacio Zuloaga, gran maestro que hizo exposiciones en la taberna. Antonio pasó de poner banderillas a los miuras a ponérselas, con aceitunas y variantes a los clientes. La taberna cobró fama y sus tertulias atrajeron a gente como Pío Baroja, Sorolla, Marañón, Julio Camba y Cossio.
Cuando se echaba el cierre, algún aficionado, como el limpiabotas Tinito, se arrancaba por soleares o por seguiriyas y la velada flamenca se prolongaba hasta altas horas.
Antonio Sánchez nunca se casó, y desde que murieron sus padres decidió vestir siempre de negro. Murió en 1963 y su hermana Lola mantuvo abierta la taberna hasta que se jubiló Tasio, el más anciano y veterano encargado, tras 40 años ininterrumpidos en la brecha.
Posteriormente y tras pasar por las manos del suizo-alemán Thilo Ullman se cedió el alquiler al abogado cordobés Juan Manuel Priego. La taberna, con sus hondos recobecos, sus pasillos, estancias, sus barriles de “vino para consagrar”, sus óleos oscuros, … parece guardar el recuerdo de sus bohemios clientes, de las figuras de la Fiesta , del pintor Zuloaga, que fue asiduo, de las noches de aguardiente y toros.
Buen tabernero fue Francisco Morales, el propietario de Casa Paco, quien supo revitalizar algunas tradiciones madrileñas, como el entierro de la sardina, que partía de esta estupenda tasca.
Dani, el amable dueño de «Vinos el 11» en la calle Calatrava, mantuvo hasta nuestros días el buen arte de servir los vinos al modo tradicional. Cogía hasta ocho vasos a la vez, les daba un agua en el lebrillo de la pila, y los colocaba sobre el mostrador. Luego, con un chorro ininterrumpido de la frasca los llenaba de vino de Valdepeñas, todos al mismo nivel. Por algo al que servía los vinos se le llamaba medidor: por esta especialidad en llenar milimétricamente los vasos a la misma altura, según se tratara de una copa o de un chato. El orgullo de Dani era su taberna, y todo su empeño era tenerla «niquelá». Durante años se dedicó a mejorar y restaurar los elementos originales de «El 11». Hace poco que Dani se nos fué y creímos que con él desaparecería su tasca, pero contra lo que suele suceder en estos casos, su hijo ha dejado la carrera y se ha convertido en tabernero. Dani hijo no podía permitir que la obra de su padre desapareciera.
Tenemos hoy algunos taberneros que son nietos de los fundadores de varias tabernas (caso de Oliveros, El Anciano, Paco, El Abuelo,…) y eso es garantía de buen hacer, por la transmisión del oficio de padres a hijos.No pueden ser considerados taberneros, en cambio, esos empleados eventuales al uso que desconocen la tabernería, y que en el tiempo que dura su contrato basura apenas tienen tiempo de aprender el oficio. Y es que para ser tabernero no basta con saber servir un vino o una cerveza.
Hay que saber tratar a la gente, infundir ánimo, provocar la amena conversación y demostrar el afecto a los parroquianos. Habilidades que ejercía Gregorio Monje a la perfección. Desde su taberna, La Ardosa, Gregorio infundió con maestría el arte tabernil. Su entusiasmo campechano y sincero, conducía inevitablemente a la tertulia. Cordial, hablador, comedor y sobre todas las cosas buena persona. Gregorio nos dejó pero hace ya más de 10 años que Ángel, el mediano de sus tres hijos, lleva las riendas del negocio, afortunadamente para todos.
TABERNAS CON ARTE Y CON HISTORIA
Entre las mejores tabernas que aún nos quedan en Madrid tenemos que destacar la de Antonio Sánchez, en Mesón de Paredes, donde las cabezas disecadas de los toros Fogonero y Aldeano cuchichean en las tardes solitarias sobre las vanas preocupaciones de los humanos, tasca en cuyo sótano se haya la tinaja donde los amotinados del 2 de Mayo metieron a un soldado de Napoleón, y cuyo tintorro tuvo desde entonces el bouquet excelente de los vinos franceses.
Casa Labra, en la calle Tetuán, número 12. Un establecimiento elegante y clásico con un público abundante, tapitas finas y bacalao rebozado. Creada en 1860, fué unos años más tarde bendecida por la fama pues en ella se fundó el Partido Socialista Obrero Español.
Casa Ciriaco, en la calle Mayor 84, donde tras tomarse una gallina en pepitoria dan ganas de cantar “¡kikirikiiiii!”. Su cocina es casera, sana y de repertorio sencillo.
En la calle Augusto Figueroa, 35 está la tienda de vinos, austera, seca y ortodoxa en su decoración. Es conocida como El Comunista, donde los fideos de la sopa suenan como deliciosos acordes de guitarra.
Fundada en 1870, Casa Paco, en Puerta Cerrada, es una de las tabernas “clásicas” con azulejos, escenas de toros y flamenco y donde el vino de La Mancha se tiñó para siempre con el rojo de los labios de Ava Gardner.
Casa Alberto, en la calle Huertas, en cuyas taquillas se vendían billetes para viajar al parnaso.
Oliveros, donde en la posguerra la autoridad mandó tapar el azulejo que decía: «Para comer bien y barato: San Millán, 4» porque su dibujo de un apetitoso jamón hacía padecer a los madrileños hambrientos.
Casa Sierra, en Gravina número 11, decorada con profusión y estilo, en el techo y paredes quedan unos lienzos románticos embellecidos por la pátina dorada del tiempo, galeón tabernario cuyos toldos ondean como velas mayores, anclado en la plaza de Chueca.
La Nueva , en Arapiles, crisol donde se funden la cerveza y el marisco.
La Venencia , en Echegaray, la tasca que yo elegiría si me propusieran explicar lo que es España sintetizándolo en una taberna, patinado por los años y el humo podremos saborear tapitas andaluzas y los mejores vinos de Cádiz. A dos pasos está en Villa Rosa y el Viva Madrid con sus preciosas cerámicas.
Vinos el Once, en Calatrava, donde la barra se prolonga en el espejo del fondo hacia un agujero mágico donde se ve Madrid desde el cielo.
Viuda de Vacas, en la Cava Alta , donde la cocinera tiene algo de madre, porque en ese figón de madera y azulejo se hace cocina casera, la única cocina que además de alimentar, abraza. Tabernas centenarias especializadas en cocido madrileño, como La Bola y Malacatín, o donde guisan los típicos callos: San Mamés, Revuelta,… Tascas con preciosas portadas de azulejo como Villa Rosa, Bodegas Rosell, La taberna do Compañeiro, Viva Madrid o La Zamorana. Tabernas tradicionales como El As y El Anciano, reyes de los vinos, Vinos el Dos, la preciosa tasca La Palmera , La Copla , La Dolores , Alipio Ramos, Martín, Alhambra o El Abuelo.
Bodegas con mucha enjundia, como las Bodegas de la Ardosa , Bodegas Casas, Ricla o El Maño. Tascas que aún conservan la máquina de fabricar agua de seltz (saturadora) como Camacho o bodegas Rivas.
Y junto con las tascas, el histórico restaurante Lhardy, un lugar para recuperar el gusto por el detalle y la exquisitez, el inveterado asador Sobrino de Botín, considerado el restaurante más antiguo del mundo, los mesones de las cavas, las cervecerías de Santa Bárbara y La Alemana , o la popular sidrería Casa Mingo.
Hasta hace poco, muchos lugares castizos se cerraban, bien por fallecimiento de sus propietarios o por muerte natural de sus viejos parroquianos. Los jóvenes iban al “pub” y nada querían saber del vino de las barricas ni de las historias y batallas de sus “abuelos” que se reunían al calorcillo del tinto a jugar con manoseadas cartas o a golpear, airados, el velador de mármol con las fichas de dominó. Hoy mozos y mozas han vuelto a la tasca clásica, a la taberna de siempre, pues la encuentran exótica y acogedora.
Pero que las tabernas históricas no están suficientemente protegidas es un hecho demostrable por la reciente desaparición de algunas de ellas, como Casa Antonio, en Latoneros número 10; Los Gabrieles, magnífico templo del mural de azulejo, en Echegaray número 17, la sidrería Corripio, en Fuencarral número 102, o la pérdida de tascas como Santander, lugar ideal para desayunarse una buena ensaladilla rusa o unos excelentes callos.
En la calle Hartzembuch, existía un local ortodoxo en su decoración y clientela. Fue especialista en clarete y patatas con salchichas rojas. Aunque su verdadero nombre era Casa Casino, todo el mundo lo conocía como El Anarquista.
La Cruzada , en la calle del mismo nombre, número 1. Era establecimiento castizo y bello, de sabrosas tajadas de bacalao (los restos del naufragio -el edificio fue derribado- se montaron por los años 70 en el número 11 de la calle de la Amnistía por Tiburcio Alonso, que era dueño entonces.
En la plaza del 2 de Mayo (en el 14 de C/ San Andrés) existió la taberna de El Maragato, fundada en 1871 por Tomás Blas Nieto, un tío abuelo de D. Francisco Blás, quien mantuvo la tradición hasta finales de los años 90.
Vinos Barrera, en Fernando el Católico, 28, con fachada de ritual rojo, guardaba un interior tradicional con azulejos toledanos de 1918 y motivos taurinos. Presumía de un mostrador del siglo XIX hecho por el francés Dumas.
Los Pepinillos, fundada en 1890, era lugar vetusto, lleno de sabor, decorado con multitud de botellas, pellejos, barricas, toneles y frascas. Provistos de una decoración espontánea y abigarrada, se ubicaba en la calle Hortaleza, 59 y su dueño, Eugenio Vara, fue especialista en picantísimos pepinillos rellenos de anchoa o boquerón, según gusto y apetencias.
Hay que recordar también a Casa Marcelino, en Calvo Asensio, 1, donde los paneles centrales ofrecían el clásico motivo de la vid, mientras el central presentaba una singular juerga flamenca entre dos racimos de uva de distinto sexo.
En el desaparecido bar La Cuesta , en Bordadores, 5, había bodegones con botellas, debidos al pincel de Ochoa. En Casa Cabada, en Espíritu Santo, 12, había una portada alegórica también del mismo autor.
Bellos eran los perdidos paneles de Casa Justo, en Santo Domingo, 8, en los que un audaz artista de comienzos del pasado siglo quiso enmendarle la plana al mismísimo Velázquez, intentando superar su escena de “Los Borrachos”.
En la calle Gravina se hallaba la Casa del Pueblo, donde venían a beber tinto del fino el poeta Manuel Machado y a jugar al mús en tiempos en que regentaba la taberna Don Satur y Doña Carmen.
Reliquia de 1854 fue Casa Carmencita, famosa gracias a los hermanos Pepín y Carmencita López Gardoqui, que la adquirieron en 1923 en la calle Libertad, 16. En la actualidad una inadecuada remodelación acabó con otro histórico madrileño.
Obligada mención la de la Taberna de Eugenio Humanes, en Embajadores, 80, con la portada de vídrio pintado y su espléndido mostrador de nogal de finales del siglo XIX. Don Arturo de la Fuente fue su último propietario y el exquisito lugar fue víctima de la especulación a principios de los 90.
Casa García, maravilloso lugar que estaba en Embajadores, 13, montado en 1908, abrió con licencia de sidrería y almacén de aguardientes. En sus puertas se leía “Vino blanco ajerezado superior”, “Aguardientes secos y dulces” o aquel tan delicioso que decía “Jerez especial para enfermos”.
El Callejón, en la calle de la Ternera , 6, donde comía a menudo Ernest Hemingway.
Taberna El Colmenar, en San Agustín, 17, un lugar de tertulias vespertinas de literatos y artistas. Sucumbió en los años 80.
Casa Constante, en la Cuesta de Santo domingo, 14, tasca decrépita y vetusta.
Bodegas Jiménez, en Hilarión Eslava, 56, atendida por la guapa y gentil Susi y en Donoso Cortés, 66. Ambas fueron fundadas por Emérito Jiménez después de la Guerra Civil. Es nuestra perdida más reciente, en el año 2007.
Vinos Paco, en la plaza de Tirso de Molina, 10, era chiquita y más que centenaria, con tapitas y siempre concurrida.
Bodegas Riaño, en Cea Bermudez, 49, fue una de las cervecerías más famosas y concurridas de Madrid junto al Cangrejero, La Ardosa y La Cruz Blanca. Tenía una buena colección de jarras de cerveza. Emilio, Luis y Pepe obsequiaban a la clientela con sus selectos pinchos y su simpatía.
Casa Santos, una histórica taberna que se ubicaba en la calle Ciudad Rodrígo, 5, en la misma Plaza Mayor. Nada hace sospechar la cantidad de historias y leyendas que se contaban sobre ella.
Vinos, en Conde de Romanones, 16, conocida como Los Caracoles, llevaba funcionando casi doscientos años cuando fue demolida a finales de los 80.
Y donde se ubica actualmente la taberna Los Caracoles, en la calle Toledo, 106, existió Casa Juan Bueno, espléndida taberna de espejos cóncavos y de señorial barra de estaño que sorprendentemente localicé en un bar de la Plaza mayor de Pedraza.
La Taberna de Ángel Suárez, en la calle Vergara, 1, de portada de madera verde y baldosa roja, demolida a finales de los 80.
También de puertas verdes, Casa Mariano en Mediodía Grande, 18, con cornisa de cristal trabajado. Estaba especializada en cangrejos de río y boquerones.
Casa Puebla, en Jorge Juan, 54, fue fundada por Cayetano Puebla en 1900, suegro de la última propietaria Doña Josefina Martínez. Tenía un precioso comedor y un excelente cocido madrileño.
Además Casa Peláez, La Princesita , Casa Requejo en la Ronda de Segovia, 31, la Taberna de Embajadores 26, Casa Ramón en la calle Echegaray, La Estrellita en la Palma , 43, etc.