LAS PRIMERAS TABERNAS
Lorenzo Díaz
Una taberna (con perdón) sale al paso, y detendría al menos aficionado, si no fuera por otras tres o cuatro que se disputan con ella el surtido de la calle; pero cuenta que la que hablamos es taberna filosófica, con dos puertas como el templo de Jano, la una de paz, la otra de guerra; una pública y ostensible, otra disfrazada en un portal… ¡y qué portal!… portal-passage que comunica con una calle principal y con una oficina, y luego por la parte de arriba huéspedes, y qué sé yo cuántas cosas. ¡Feliz situación de establecimiento!
Si es o no invención moderna
vive Dios que no lo sé!
pero delicada fue
la invención de esta taberna.»
A finales del siglo XV, la presencia de tabernas, mesones y bodegas dieron un aspecto muy significativo al comercio de la ciudad de Madrid. En 1417 aparece el Mesón de Arias en el arrabal de San Ginés; unos decenios después, el célebre de la Carriaza en su límite occidental. Durante este siglo hay constancia de otros mesones en los arrabales, lo que muestra la influencia de las calles- caminos.
Hay indicios para creer que, como lugar rodeado de zonas productoras de vino, Madrid contaba con muchas tiendas para su expedición, aunque la primera nómina bastante completa pertenece a los fines del siglo XV. Lo que prueba que los comerciantes de vino o mejor llamados regatones , sean los más aludidos y perseguidos y que entre las más viejas ordenanzas estén las de taberneros, en 1476.
Pedro de Melgar, Pedro de Mena y su parienta María, Juan de Andújar, Pedro de Vega, Juan de Columbres y Toribia Sánchez eran hacia la mitad del reinado de los Reyes Católicos algunos de ilustres taberneros de la Villa de Madrid. El concejo velaba con disciplina prusiana sobre la venta del vino. “Solo se podía vender vino de los propios madrileños». En 1495 acordaron que «persona alguna desta Villa ni de sus arravales no meta ni pueda meter vino de fuera desta Villa e su tierra so las penas de las ordenanzas, e los que lo han metido no lo vendan, salvo que lo puedan beber». La razón era muy simple , «por los de fuera se mete mucho vino, estando abastada la Villa «.
Los vecinos madrileños que tenían viña y cosecha propia, además de poder venderlo directamente a otros paisanos, podían venderlo al por mayor a los regatones, que eran los que luego lo distribuían al por menor. Las tabernas abrían los domingos por las mañanas y a la Misa Mayor «no iba ni el gato», lo que obligó al Concejo a ser severísimo con los pocos piadosos madrileños: «Acordose porque se halla que los e fiestas van muchos vagamundos e otras personas a las tavernas de mañana a beber e comer, que por Nuestro Señor es deservido en ello, que aquí adelante ningún tabernero no de lugar nin consienta que coman ni beban en su taberna hasta que sean salidos de Misa Mayor, so pena que caya en pena el tavernero de seiscientos maravedís por cada vez»
¿Calidad del vino capitalino? Hasta Burgos venían a buscarlo y los «listos» del Concejo notificaron en 1481 lo siguiente: «Carta mensajera para la ciudad de Burgos, que los que vinieren de allá por vino vengan cargados de pescado, y que si no lo truxeren que non llevarán vino». Madrid llega a la Edad Moderna con una indiscutible importancia, lo que no implica en este caso personalidad alguna como ciudad. Madrid era una mediana villa con poderosa agricultura, cumplidas defensas y alguna artesanía especializada, además de un pequeño y animado comercio.
En 1600 las tabernas eran establecimientos muy abundantes en Madrid. Trescientas noventa y una cuentan los cronistas de la época, de ahí lo oportuno del epigrama que rezaba así:
Es Madrid, ciudad bravía
Que entre antiguas y modernas
Tiene 300 tabernas
Y una sola librería.
La Plaza Mayor y la Cava de San Miguel concentraban aquellas que vendían vino caro, de calidad, siendo la mayoría de baratillo, pellejero, que olía a pez. La autoridad competente intentó, sin éxito, que las órdenes religiosas no vendieran vino. No solo lo vendían al por mayor, sino que llegaron a instalar tabernas públicas en diversos conventos, especialmente en los de San Jerónimo, Colegio de Santo Tomás y el convento de los Padres Jesuitas.
Célebre bodega era la instalada en la calle Barrionuevo, hoy Conde de Romanones. Pedro de Répide, en “Las calles de Madrid” nos recuerda: “Unos propietarios de Arganda fundaron en la iglesia de Santo Tomás una capilla, que llamaban de los Fundadores, y para el culto del Cristo que en ella se veneraba hicieron cesión de toda su hacienda y de la gran bodega que tenían, a condición de que les permitieran enterrar en el panteón de la misma capilla… Con este motivo, y para vender los vinos de su bodega, labraron otra en Madrid a espaldas del Convento de Santo Tomás…” La concurrencia a ellos era enorme y en la bodega, a cuyo cuidado habían dos o tres legos, eran los mismos bebedores quienes tañían los órganos, tirando de los sifones, sobre los que se leían los letreros del “tinto”, “moscatel”, “pardillo”, “blanco”. En el año 1665 (último del reinado de Felipe IV), hay en la capital de España sesenta y tres cosecheros, propietarios a la vez de viñas y bodegas, donde elaboraban el vino que luego vendían. Los vinos consumidos en la Corte procedían de lugares cercanos a la misma, como Carabanchel, Valdemoro, Pinto, Alcalá de Henares, Vicálvaro, Alcobendas, Arganda, Torrejón de Velasco, Algete, Fuenlabrada, Casarrubios del Monte, Barajas, Alcorcón, Móstoles. Brunete y Majadahonda. Cuenta Herrero García en “La vida española en el siglo XVII”, que entre ellos era el mejor el de Valdemoro, tan valorado que subió a las alturas del regio Alcázar.
También gozaban de mucha aceptación en la Corte los vinos toledanos, que recibieron la pronta legitimidad de las primeras firmas del Barroco. El de Esquivias (loado nada menos que por Cervantes, Lope, Tirso, Moreto y Salas Barbadillo) y los de Ocaña y Yepes, de los que dijo Tirso de Molina, en su obra “ La Huerta de Juan Fernández”:
pasé por Yepes y Ocaña
dos orillas de donde el vino
hace perder el camino
bodegas nobles de España.
El de Membrilla era tenido como “vino precioso” y solía venderse al “por menor” en carros situados en las plazas Mayor, Santo Domingo y de Puerta Cerrada
Otros caldos
Tampoco le hacían ascos “los gatos” (madrileños) a los caldos de otras regiones. Vinos gallegos, castellanos y leoneses llegaban a muchas mesas y tabernas. Los vinos de Medina fueron muy ensalzados por Tirso, a los que llamaba monarcas de Castilla . También era muy celebrado el vino de Alaejos (blanco y espumoso), que, según Quevedo, una santa bota de lo de Alaejos abrigaba mucho más que los tapices franceses.
Acompañando a las comidas el vino se bebía a veces rebajado con agua, y no de la que le echaba el tabernero según las malas lenguas, sino la que el gusto, el mal gusto del consumidor le añadía por su cuenta. Probablemente de aquí venga la afición del español de “gasear” el vino, hábito muy arraigado en la actualidad. ¿El famoso tinto de verano?. En Madrid, el promedio de consumo de vino durante los años 1772-1778 fue de alrededor de 500.000 cántaras, lo que da una media de 47 litros por habitante y año.
Los primeros mesones y tabernas
La Cava Baja del XVII era la vía más reputada de este tipo de establecimientos. En esta calle estaba el Mesón de la Miel ; el del Caballero, que probablemente se ubicaría en Caballero de Gracia; el de los Huevos, cuya existencia consta documentalmente desde 1635; el Mesón de los Paños, que aún se conserva en calle del mismo nombre, la cual tenía otros varios mesones más; el Mesón de Paredes, que también dio su nombre a la vía donde se hallaba, la cual, igualmente, se llamaba así desde antes de 1616 y continúa llamándose lo mismo; los dos mesones que tomaban el título de la Torrecilla (el uno en la calle de Alcalá y el otro en la de Toledo); el Mesón de las Medias (o de las Medidas); el de la Herradura , en la calle de la Montera ; el de San Blas, en la calle de Atocha; el de la Media Luna , que tomó nombre de unos moros venidos de Orán, hospedados allí en 1656, y estaba situado en la calle de Alcalá, junto a la Puerta del Sol; el Mesón del Toro, aludido por Góngora, y el Mesón del Peine.
Las tabernas que contó Mesonero
Ese curioso cronista de la Villa de Madrid, Mesonero Romanos, contó en el siglo XIX ochocientas diez tabernas. La calle Toledo, la angosta de San Bernardo, hoy Aduana, estaban repletas de tabernas con buen morapio valdepeñero y con majos y labriegos que venían a vender género a Madrid. La venta de vino fue exclusiva de comunidades religiosas hasta 1682.
Otras tabernas célebres del Madrid decimonónico fueron la del “Traganiño” en la calle Tudescos, donde se citaba Luis Candelas con su cuadrilla y la taberna del “Tío Lucas”, en los aledaños de la calle Sevilla, célebre por sus alubias, perdices y otras gollerías. El Tío Lucas era un cazurro socarrón que se quedaba con el personal y que acogía en su inmundo garito a labriegos, pasantes e intelectuales de menguada bolsa.
Curiosa tradición tabernícola la de la calle Tudescos: desde la época en que Cervantes andaba de guapetón y enamoró en un garito de esta calle a Ana de Villafranca, hija de tabernero, con la que mantuvo relaciones sentimentales.
Taberna y café son los lugares que ocupan el puesto más destacado en la sociabilidad popular urbana. Las estadísticas de siempre señalan sin la menor ambigüedad su arraigo en la vida cotidiana. En 1900, hay 1.437 tabernas y tiendas de vino en Madrid (cifra que no incluye la 277 que están fuera del casco de la ciudad).
En cuanto a restaurantes, El Casersa, que estaba en un entresuelo de “ La Equitativa ”, con balcones a la calle de Alcalá, y el Buffet Italiano, instalado en la carrera de San Jerónimo, cerca de la calle de Echegaray, eran los más lujosos. La Casa de la Concha , Los Burgaleses y otros similares albergaban a la gente del tronío, como los altos de Fornos, lugar de orgías comentadas por todo Madrid.
Eran los años en que en los barrios bajos madrileños se hablaba de las torrijas, un lujo que valía diez, quince céntimos. Se hacían diariamente en la taberna de Antonio Sánchez. “Ellas fueron el pedestal glorioso y sabroso de su fama. Llegaron a venderse hasta dos mil diarias. En un gran perol de aceite, hirviendo durante todo el día, iban friéndose torrijas. Dos mujeres no descansaban en la tarea de partir en rodajas los panecillos, cuatrocientos panecillos. La compra de una máquina simplificó mucho esta tarea. Las fuentes de torrijas se sucedían en el mostrador, y apenas llegadas quedábanse vacías”
«¡Al cochero, lo que quiera; y al caballo una torrija!»
Durante la Dictadura de Primo de Rivera en Madrid existían más de 2.000 establecimientos dedicados a la venta de bebidas alcohólicas. La tabernas conocían numerosas sentencias, fijadas en sus muros: «El camello es el animal que más resiste sin beber. No seas camello», etc. Las barriadas de Lavapiés, Delicias y Pacífico y el Rastro, Las Peñuelas y Arganzuela eran, junto con Cuatro Caminos y Chamberí, las zonas más profusas o nutridas por este tipo de establecimiento. «La política «pa» los políticos, las mujeres a ratos y el vino a «toa» las horas», repetía desde lustros una consigna muy celebrada por el lumpen capitalino. También existían las fábricas de cerveza de reputado prestigio entre las capas populares. Una de ellas, El Águila, ubicada en la calle del General Lacy. Otra, El Laurel de Baco, gozaba de instalaciones en la plaza de la Moncloa , y Mahou, en la calle Amaniel. Las otras tres firmas eran La Covadonga. Santa Bárbara y La Corona.
Las bodegas –confundidas corrientemente con las tabernas- se estimaban en una cifra aproximada a los doscientas ochenta y cuatro locales diseminados por los diferentes distritos del municipio, cuyo territorio estaba dividido en tres registros de la propiedad, que se denominaban Norte, Occidente y Mediodía.»
«Y esas tiendas, a las que definitivamente se designaba como tabernas, para mejor distinguirlas de los otros comercios que despachaban bebidas alcohólicas, detentaban la primacía del ruido y del alterne, del vocerío y la tertulia por lo pobre, y figuraban a la cabeza, por regla mayoritaria, de los negocios catalogados en esta rama comercial».